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Talismán de fe (Parte I)

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Talismán de fe (Parte I) Empty Talismán de fe (Parte I)

Mensaje  Mouli Jue Mayo 07, 2009 12:01 am

La noche en París era más cerrada de lo habitual, como presagio de los terribles hechos que estaban a punto de suceder. La luz plateada de la luna menguante parecía reflejarse siniestramente en el río Sena mientras la torre Eiffel continuaba con su impasible vigilia luminosa.
La única habitación del edificio de la rue Pasteur cuyas luces estaban encendidas pertenecía al rabbino Elías Petrovic, líder religioso una de las sinagogas más importantes de la capital francesa y profesor de teología, de filosofía y de historia antigua en la Universidad de París.
Tenía unos sesenta y dos años. Era un anciano de larga barba canosa al estilo judío. A pesar de su aspecto de anciano, contaba con una salud que se equiparaba solo con su astucia e inteligencia. De joven había sido campeón de boxeo, y aún quedaba en él un poco de ese vigor perdido. Casi nunca se enfermaba y solía salir a caminar para mantenerse en forma.
En esos momentos, estaba acostado en la cama leyendo un libro, con la luz de la lámpara encendida que había sobre la mesita de noche. Sobre el pequeño mueble, además de la lámpara, había un portarretratos, había dos fotos, cada una ocupando un mitad del espacio disponible.
La de la derecha, la única a color, era de una mujer de unos cuarenta años, cabello castaño oscuro del mismo tono que sus ojos, y unos plenos labios pintados de carmín. La otra, era el blanco y negro, y era de un joven de unos veinte años, vestido con uniforme de militar, con un casco demasiado grande para su cabeza, y con un fusil al hombro. Estaba en posición de firme, pero sonreía desmesuradamente.
Petrovic era un importante crítico literario y escritor. El y algunos de sus compañeros de trabajo eran reconocidos mundialmente por ser autores de varios estudios acerca de temas religiosos cristianos, judíos, musulmanes, zoroastristas, hinduistas y budistas, y sobre las distintas interrelaciones entre estas religiones.
En estos días, Petrovic ocupaba gran parte de su tiempo libre en un trabajo sobre la interacción islámica-cristiana durante las expediciones militares a Medio Oriente conocidas comúnmente como Cruzadas, tomando como punto central de la investigación el papel desempeñado por las órdenes militares cristianas. Para esto, él y sus colegas se habían puesto en contacto con órdenes aún existentes como la Orden de Malta y la Orden del Temple; y habían reunido información acerca de otras ya desaparecidas como la Orden Teutónica
Se acomodó un poco la barba que se había movido un poco con la brisa que entraba por a ventana abierta para poder apreciar detenidamente la foto de la página del libro que leía. Era de un mosaico judío del siglo I antes de Cristo. Representaba el sufrimiento del pueblo de Israel bajo el yugo de los conquistadores romanos. El libro en especial, trataba sobre los distintos pueblos que habían esclavizado al pueblo de Yahveh a lo largo de la historia, y había sido escrito por uno de sus colegas historiadores residentes en Israel.
Miró el reloj y se alarmó. Eran casi las cuatro. Se había entretenido más de la cuenta con el libro. Por la mañana debía dar una clase, así que decidió leer un poco de la Torah, como hacía todas las noches antes de acostarse.
Se puso de pie y se dirigió hacia su biblioteca. Era una colección de libros bastante completa para preparar sus clases y para los estudios y ensayos en los que se ocupaba a menudo. Entre los ejemplares que se encontraban allí estaban: La Cábala Judía, Historia de la secta de los Hasidim, Ensayos de Aristóteles, y la Biblia Cristiana.
Abrió el libro de la ley en un lugar al azar. Era el libro de Daniel, el mayor de los profetas judíos durante el largo exilio de la primera diáspora de los israelitas. La página elegida narraba el pasaje en que el rey Nabucodonosor de Babilonia instituía la obligación de adorar a la estatua de oro de uno de los dioses paganos de Medio Oriente.
Ante esto, tres de los administradores de una de las provincias, profesantes de la fe de Yahveh se negaron a adorar a la estatua, y fueron arrojados por decreto real en el horno del palacio. Al darse cuenta el rey de que las llamas no los lastimaban y de que había un hombre desconocido con ellos, les ordena salir y habla así:
_ Bendito sea Yahveh, el Altísimo, Dios de Sabrak, de Mesak y de Abed Nego que ha enviado a su ángel a liberar a sus siervos, que confiando en él, negaron la orden imperial para no adorar más Dios que a él.
Una vez terminado el capítulo, meditó un poco mientras tomaba un poco de leche tibia con sus pastillas para dormir. Las usaba para dormir desde los años de la guerra del Sinaí, donde había peleado para el ejército israelí. Aún después de tantos años despertaba a veces de noche agitado por las visiones de tanques y explosiones en sus sueños.
Era entonces, en medio de la noche y bañado en un sudor frío, cuando recordaba con horror a los compañeros cuyas muertes había presenciado y los flagelos de la guerra regresaban a él a través de la oscura habitación. Nunca había logrado superar la terrible experiencia, y aún en estos días acudía a menudo al psicólogo para poder discutir con alguien acerca de estos recuerdos tan traumáticos.
Rápidamente, las pastillas comenzaron a hacer efecto, y él apagó la lámpara de la pequeña mesa junto a la cama. Afuera, la cerrada noche estaba llena ahora de ladridos de perros. Pronto estos callaron para dejar a la ciudad sumida en el más profundo silencio propio de una noche de fines de invierno y principios de primavera. La luna llena en el cielo sin nubes se reflejaba en el río, y le daba a la ciudad un aspecto romántico de película.
Afuera, en la calle, un hombre corpulento vestido con un abrigo negro miraba detenidamente el movimiento dentro del departamento del primer piso. En cuanto las luces se hubieron apagado, tiró al suelo el cigarrillo que había estado fumando y cruzó la calle.
Sabía que Petrovic usaba pastillas para el insomnio y que seguramente ya estaba dormido. Movió la cabeza en ambas direcciones para corroborar que la calle estaba vacía y trepó ágilmente la enredadera que crecía apoyada en la pared del edificio de departamentos cuyas últimas ramas terminaban junto a la ventana que se había apagado en el primer piso.
Las ramas de la enredadera eran fuertes, y aguantaban bien su peso. Con movimientos de primate, el hombre llegó bajo la ventana. Se asomó para ver el interior. Sobre la cama, envuelta en las sábanas, se vislumbraba la silueta que pertenecía a Petrovic. Los sonoros ronquidos le indicaron que ya estaba dormido.
Oyó una sirena de policía y su corazón se aceleró. Venía del norte por esa misma calle. Podía ver el reflejo de las luces azules y rojas en las paredes del recodo que la calle dibujaba unos cien metros hacia el norte. Se serenó para pensar fríamente. Poniendo en juego toda su habilidad, se introdujo velozmente por la ventana y cayó sin ruido sobre la alfombra del departamento, a pesar de su corpulencia.
Miró de inmediato para ver la reacción del rabbino, pero este no emitió más sonido que los sonoros ronquidos que llenaban la habitación. Se asomó apenas para ver pasar los dos autos de policía a toda velocidad en dirección sur. Sonrió satisfecho por el movimiento tan ágil. Después de todo, para eso había sido entrenado, para ser como una sombra mortífera y no dejar huellas.
Se puso de pie y metió una mano izquierda enguantada en cuero negro en un bolsillo interno del abrigo para extraer una larga daga curva que reflejó por un momento la pálida luz de la luna mientras salía de la vaina con un siniestro siseo asesino.
Se acercó sigilosamente a la cama y se dispuso a dar el golpe mortal. Con la mano derecha tapó la boca del hombre suavemente, y con una maniobra casi felina, hundió el cuchillo en el cuello de su víctima y le abrió la garganta por debajo de la barba de un lado al otro con un solo giro de su muñeca. El agudo filo del arma se abrió paso fácilmente cortando a su paso músculos, arterias y la tráquea.
_ Allah akbar_ susurró mientras hundía la hoja. “Dios es grande” en árabe.
Petrovic se puso rígido por un momento y abrió los ojos, pero se aflojó cuando su garganta abierta emitió un silbido al escaparse el aire. Los ojos marrones parecieron apagarse y quedaron fijos mirando el techo. La sangre, que parecía negra y que reflejaba la luz de la luna que entraba por la ventana, comenzó a brotar casi inmediatamente de la aorta abierta del cadáver manchado las sábanas. Pero el hombre ya se había levantado para evitar manchas en su ropa. Se dirigió al baño y limpió el filo de la daga con una toalla.
Hecho esto, salió a la sala de estar del departamento. Tomó las llaves de la puerta de entrada y se escabulló en la oscuridad del pasillo en penumbras. Una vez que hubo salido a la calle, dejó las llaves tiradas en la acera frente a la fachada del edificio.
Caminó por la vereda en dirección sur. Aunque había tomado las precauciones necesarias para evitar manchas de sangre incriminadoras en sus vestiduras, no pudo evitar sentirse inmundo por la sangre del infiel que acababa de ultimar. Por razones de seguridad y de profesionalismo, la ropa que tenía puesta y el arma con la que había concretado los trabajos terminarían en una valija con dos pesas de un kilo en el fondo del río, donde nadie las encontraría jamás.
Sonrió para sus adentros imaginando la perplejidad de esos tontos de la policía de París al ver su obra maestra. La última de las cinco víctimas que constaban en sus órdenes acababa de ser asesinada. Su trabajo estaba hecho, y muy bien hecho por cierto.
Llegó a la puerta del departamento que habían alquilado para él. Una vez adentro, reunió rápidamente las pocas cosas que llevaba consigo. La ropa que llevaba puesta la dejó sobre la cama, y sobre la ropa colocó el cuchillo envainado y el revólver que siempre llevaba encima por si acaso. Alguien enviado por ellos se encargaría de deshacerse de esas cosas. Se dio un baño antes de tomar su maleta y salir a la calle. Llamó un taxi para llegar al aeropuerto a tiempo para su vuelo.
Antes de salir se miró al espejo. Estaba irreconocible. Se había dejado crecer la barba desde su llegada a París y se había cambiado el peinado. Nadie podría relacionarlo con aquel extraño hombre corpulento de nariz aguileña y tez morena que había entrado en Francia desde Alemania.
Mientras esperaba, se sacó los guantes de cuero negro, que se había sacado solo para bañarse. “Estarán orgullosos de mí” se dijo a sí mismo. En una sola noche había localizado y eliminado a los cinco estudiosos que amenazaban la búsqueda de su pueblo. Había cumplido con su deber para con sus compatriotas y para con Alá, y no pudo evitar sentirse lleno de temor religioso al pensar en eso.

...

Mouli

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Talismán de fe (Parte I) Empty Re: Talismán de fe (Parte I)

Mensaje  imobach Vie Mayo 08, 2009 3:12 pm

esta muy crrada y muy bien. Me ha encantado ahora leo el 2º capitulo, por cierto son muy largos jeje
me encantan
imobach
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